Debo elegir las sombras del convento,
arrodillarme frente a los altares,
enmohecer la lengua de silencio,
apretar en la boca las plegarias,
perfumar de nardos mi aliento,
y en los dedos las marcas del rosario,
recitar aleyas,
hacer abluciones,
seguir del imán su canto,
envolver mi cuerpo y mis cabellos de incienso,
vibrar en los mantras de los brahmanes,
o hacer de la Torah el libro de mis revelaciones.
Y dejar ese ardor,
esa proclamación a ti,
esa alabanza a tu tacto,
pero, es en el retiro donde imploro,
es donde busco tu grito sempiterno,
tu río blanco sobre mi columna,
tu mano ensartándose en mis cabellos.
Debo pasar de la adoración al hombre,
al fervor a Dios,
hacer de mi sustancia adormecida por tu voz,
un flujo donde tú únicamente seas una parte
y no el impulso de mi esclavitud,
dejar de ser tu ofrenda constante,
tu puta siempre virgen,
plañidera de tus muertes y de tus huidas.
Hombre, sólo hombre,
sordo a mis rezos,
escapista de mis súplicas.
Adoraré a cualquier dios,
llenaré mi esencia de religiosidades,
me haré bendita bajo otro credo,
y absorta en imágenes sagradas,
apagaré las velas de tu altar.
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